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Aquí un mar, allá una fábrica

Momar llamó desde Marrakech justo cuando me preparaba una ensalada para el almuerzo, abatida por la actualidad de la política catalana, inquieta por el viento que golpeaba contra las ventanas como si un dios quisiera hacer sentir al mundo su furia.

—Así que ya estás en marcha —le dije.

—Sí —respondió—, pero no por la ruta de la que hablamos.

La última vez había llamado desde Dakar y le había recordado los peligros que le esperaban si cruzaba el desierto: traficantes, bandidos, accidentes, todo eso que uno lee sobre la desesperación de quienes se lanzan por ese camino. Las pateras, la falta de escrúpulos, lo inimaginable.

Había reunido el dinero y se había puesto en camino. Tomó un avión hacia el norte de Senegal y desde allí un autobús hasta Marrakech. Todo eso lo resumió por teléfono en medio minuto, mientras yo partía un aguacate en Barcelona.

Esperaba noticias de una mujer “una dame”, dijo, que debía informarle sobre posibles travesías. Mientras tanto, pensaba ir un día a Agadir a ver cómo estaban las cosas.

Desde Agadir salen los barcos hacia las Islas Canarias. Estaba hablando por teléfono con alguien que tal vez unos días más tarde cruzaría el mar en una embarcación destartalada. Era noviembre. ¿Cómo habría conseguido el dinero? Su último plan alternativo había sido volar a Malasia, donde al parecer se necesitaba mano de obra. Un billete de Dakar a Kuala Lumpur costaba unos cinco mil euros.

Cuando conocí a Momar, vivía en una fábrica ocupada cerca del mercadillo más caótico del mundo, los Encants, donde se podían conseguir desde medallas de la Segunda Guerra Mundial hasta figuras de Spiderman o soldadoras. Desde aquel entonces, el caos de aquel laberinto de puestos de venta se había eliminado y, al otro lado de la rotonda de cuatro carriles de Glòries se erigía ahora una nueva construcción, igual de horrenda, en varios niveles y con techo.

Pero a la vuelta de la esquina del antiguo emplazamiento del mercado había estado la fábrica, igual de laberíntica, a la que Ferrán y yo habíamos sido enviados por el Centro cívico de Poblenou para hacer una encuesta entre quienes vivían allí preguntándoles quién estaría interesado en cursos de formación o de lengua.

Yo había llegado a Barcelona como cualquier europeo: había alquilado un piso, puesto el ordenador sobre un escritorio y había seguido trabajando. Tuve un hijo, lo llevaba a la playa, ese gran parque de la ciudad, y durante las vacaciones volaba por el mundo.

No era la única así. En los últimos años Barcelona se había convertido en uno de los grandes imanes de la euforía viajera global. Cuando llegué aún existía una temporada baja: las playas quedaban vacías y los vecinos de la Barceloneta bebían su vermut los domingos en viejos bares con vistas al mar. Ahora habían sido reemplazados por tiendas de surf y locales de moda donde se sirven zumos verdes, hamburguesas y ensaladas de quinoa. Eso, si una lograba llegar hasta allí avanzando a duras penas a lo largo del puerto, entre el emporio de zapatillas Nike, bolsos Gucci y gafas de sol, todo falso, por supuesto, pero ¿a quién le importaba? La economía china va viento en popa. La mercancía se extiende sobre mantas que, en caso de apuro, se recogen por las cuatro esquinas y se cargan a la espalda en un bulto. Hasta que la nueva alcaldesa había cambiado las reglas del juego, los vendedores eran dispersados regularmente por policías en moto. Se les veía correr en grupos junto a los yates de lujo del recién embellecido puerto, zigzagueando entre el tráfico, con sus pasos resonando por los callejones. Solo las estaciones de metro eran territorio neutral, el equivalente al “salvado” del escondite. Allí se sentaban en largas filas en los bancos, los fardos entre las piernas, charlaban, reían, la mirada al frente. A veces pasaba una mujer con un carro de la compra lleno de comida y se la vendía a los chicos. ¿Debería añadir que también era africana y negra, por emplear un término lo más neutral posible? ¿Importa el color de su piel? ¿Si yo como mujer blanca europea la describo? Supongo que lo blanco solo lo mencionaría en un contexto fuera de Europa. ¿Esa mujer pierde o gana algo de su identidad si no digo que era negra?

Durante un tiempo di clases de alfabetización en el Centro cívico de Poblenou. Cada martes por la tarde me encontraba ante ocho mujeres marroquíes, una senegalesa, dos pakistaníes y dos nigerianos, y veía reflejada en ellos mi propia incapacidad de entender mi vida, mi búsqueda de sentido. Me sentía una impostora, y expiaba esa culpa prolongando la farsa de enseñar, observándome mientras inventaba palabras para letras que alguien, en algún momento, había creado o tomado prestadas para reglamentar los sonidos humanos, y que ahora eran aceptadas por las diferentes comunidades lingüísticas como algo casi sagrado, cuyo dominio era la clave para el reino de los elegidos.

La alegría y confianza creciente de las mujeres me ayudaban a relajarme. Reían detrás de sus velos, se lanzaban frases en árabe por el aula, que las menos tímidas me traducían al español, e ignoraban majestuosamente a los pocos individuos masculinos que habían llegado a esta clase. El aula, estrecha, con dibujos y letras en las paredes, era su pequeño descanso, del que se escabullían cinco minutos antes del final para ir a buscar a sus hijos. Aprendí sus nombres, desde cuándo vivían en Barcelona, me preguntaba cómo habían logrado sobrevivir todos esos años sin siquiera poder leer un cartel, y luego aproveché las vacaciones de verano para despedirme del puesto. ¿Cuántas veces me había esfumado ya de mi propia vida? Cambiado de universidad, de ciudad, de país. Porque las ideas siempre llevan mucho más lejos que la realidad.

Ahora asistía una vez por semana a un grupo de trabajo que organizaba cursos de formación para migrantes. Muchos de ellos, sobre todo africanos, vivían en fábricas y naves ocupadas en el Poblenou, el antiguo barrio industrial de Barcelona. Una iniciativa de la iglesia evangélica había comenzado a llevarles alimentos durante un invierno especialmente crudo, cuando la crisis arreciaba. Dos veces por semana, dos voluntarios recorrían las distintas direcciones recogidas en una lista para distribuir arroz, pasta, aceite y tomate enlatado, según el número de residentes. Obviamente esto era una solución de emergencia, y por eso en el centro cívico surgió la idea de una red vecinal para pequeñas reparaciones.

Ferrán y yo recorrimos las fábricas para rellenar formularios y reclutar candidatos para un curso donde aprenderían a reparar electrodomésticos. Una ONG nos prestó su almacén, lleno de estanterías con cajas de ropa. Allí, diez jóvenes aprendían, de pie junto a una mesa, a desmontar y montar enchufes, y a entender el interior de una tostadora. Les enseñaba Adolf, un hombre de unos cincuenta y tantos, con barba tupida, que por convicción no poseía teléfono móvil y que parecía haber venido directamente en bici de los Pirineos. Luego llegó el verano otra vez, y en los días más bonitos apenas se presentaban tres de los chicos. El puerto llamaba, los turistas paseaban, los padres, hermanos, tías y tíos esperaban noticias por Western Union.

En los dos últimos años, la situación para los manteros había mejorado gracias a la nueva alcaldesa, que en su día había sido okupa. Pero en el puerto apenas se podía caminar entre los productos expuestos, que se extendían a lo largo de casi un kilómetro a ambos lados de un pasillo estrecho. A veces una se veía arrinconada contra una colorida manta llena de camisetas de fútbol o de telas indias por un carrito de bebé, una bicicleta o un grupo de patinetes motorizados.

Momar había oído que la venta ambulante volvía a prosperar en la ciudad. Los “top manta”, como se les llama aquí, llegaban ahora incluso desde Italia. Eso no le dejaba tranquilo. Había intentado todo para regresar legalmente a Europa. Su primer viaje había sido tan fácil: un amigo que se le parecía —más o menos— le prestó su pasaporte con visado válido. Tomó un avión en Dakar, aterrizó en Barcelona, pasó unos días con su hermana, que vivía con su marido y su hija en las afueras, y se lanzó por su cuenta, lleno de energía.

Se mudó a la fábrica, consiguió con desparpajo su primera tanda de mercancía para el puerto, todo iba bien, dijo, hasta que le confiscaron las gafas de sol y tuvo que empezar de nuevo. El Centro Cívico de Poblenou le encontró una plaza como aprendiz de camarero. Cuatro meses con prácticas en un café solidario. Momar estaba entusiasmado. Pero al acabar el curso, no le ofrecieron trabajo. Se cortó sus pequeñas rastas, pero tampoco fue suficiente. El problema eran los papeles. En el centro cívico empezó a aprender catalán. El español lo había adquirido casi sin darse cuenta, pero le dijeron que con catalán tendría más oportunidades en el mercado laboral si tenía papeles.

Al entrar en la fábrica desde la estrecha acera por una puerta metálica sorprendentemente pequeña de cristal agrietado, al principio todo quedaba en penumbra, hasta que los ojos se acostumbraban poco a poco y empezaban a distinguir contornos en la luz turbia. Escaleras con el dibujo moteado de décadas de suciedad incrustada, la carcasa de un coche, una pared de contrachapado cubierta con lonas. Detrás de un charco de agua negra y brillante se abría una nave que, gracias a las altas ventanas del tejado sobre las vigas metálicas, parecía casi luminosa, aunque solo unas pocas partículas de luz alcanzaran realmente el suelo, por lo que los rostros de quienes se encontraban allí conservaban siempre algo impreciso.

La pared de madera rodeaba el espacio común: un sofá apolillado, una mesa con dos sillas. Quien necesitaba arreglar, atornillar o martillear algo, venía aquí, donde la corriente y la luz de neón eran más estables. Por las noches, hacia las diez, se apartaban los muebles y se montaba un gimnasio improvisado, nos explicaron a Ferrán y a mí. Los chicos hacían abdominales, se entrenaban con pesas, una máquina de remo, barras.

Atravesamos una puerta en la pared de contrachapado para entrar al cuarto de Momar. Había una cama con una colcha colorida, una mesita con un televisor donde se veían videoclips, una lámpara de pie iluminaba todo. Las paredes estaban empapeladas con un estampado de flores. Solo más tarde me pregunté de dónde venía la electricidad. Sobre una placa caliente reposaba una tetera plateada. Tras hervir un rato el agua con té verde, Momar midió el azúcar en un vaso  de té y espolvoreó dentro. Vertió el té en uno de los dos vasos decorados. De un vaso al otro en un arco alto. De nuevo a la tetera, de la tetera al vaso, luego al otro y un pequeño resto al fondo de una gran olla de hojalata colocada en el suelo para ese propósito. Repitió el ceremonial incontables veces, hasta que el té hizo espuma. Nos ofreció un vaso a cada uno.El té se posó caliente en mi lengua, amargo y dulce a la vez.

—¿Por qué haces esto? —me preguntó alguna vez.

—¿El qué? —le devolví la pregunta.

—Venir aquí, todo esto —dijo. En algún momento había rechazado su invitación a salir los dos juntos, supongo que le costaba interpretarme. No supe qué contestar. ¿Cómo explicar lo que uno ni siquiera quiere poner en palabras para sí mismo? El privilegio. El saber que todas esas cosas con las que Momar y los demás tenían que lidiar cada día, a mí no me podían pasar. Que probablemente nunca tendría que montarme una chabola en una fábrica abandonada.

En algún momento Momar perdió la fe en España. Se fue a Francia, donde tampoco había trabajo, luego a Bélgica para pedir asilo: meses en un centro de acogida cerca de Lieja, con temperaturas bajo cero, después de nuevo a Francia. Allí se casó con una francesa ciega a la que había ayudado una vez en Barcelona y por la que se preocupaba con sincero afecto. Me llamó tras la boda, le pasó el teléfono a su esposa Nadine, cuya voz sonaba ilusionada, en las fotos parecían felices.

Momar quería formar una familia. Ya tenía treinta años. Pero los padres de Nadine se asustaron cuando ella quedó embarazada. Ella abandonó el piso, lo acusó de violación y abortó. Unas semanas después, aún en el apartamento que habían compartido, fue arrestado y deportado a Dakar. Sus intentos de conseguir un visado a través de un abogado en la embajada francesa para asistir al proceso de divorcio fracasaron, al igual que sus esfuerzos por reclamar su parte del dinero depositado en la cuenta conjunta. Desde entonces, Momar intentaba volver a Europa.

—¿No puedes encontrar trabajo en Dakar? —le pregunté, imaginándome una vida mucho mejor para él allí. Tenía una formación de soldador, antes había trabajado de eso, pero me dijo que en la construcción ya no había nada que hacer. Las empresas francesas traían trabajadores chinos.

—Allí no nos quieren, dijo.

Le puse en contacto con un senegalés afincado en Barcelona que quería invertir en un taxi en Dakar, una inversiónrentable, según dijo. Momar compró el coche, me envió una foto, posaba orgulloso junto al Peugeot azul oscuro de segunda mano. Dos semanas después, tras un partido de fútbol, esperaba pasajeros bajo una lluvia torrencial cuando un camión perdió el control en una curva y se estrelló contra su coche. Momar se rompió una pierna y el coche quedó inutilizable. Cuando sanó, un pariente lo contrató para una granja de pollos en las afueras de la ciudad. Al mes le dijo que no podía pagarle por el momento, pero le ofrecía un porcentaje de las ventas de huevos. Momar calculó que, con suerte, podría pagarse un taxi hasta Dakar con el salario semanal, y se fue.

Después vino el plan de Malasia y el viaje a Marruecos. Allí encontró trabajo en un call center. Me pidió un pequeño apoyo económico para obtener el permiso laboral. Yo tenía la esperanza de que le gustara. Esperaba que no entregara todo su dinero a uno de los intermediarios que lo llevaría, junto a otros tantos, en una furgoneta sofocante hasta la costa, donde tendría que esperar días o semanas escondido, recibiendo agua y algo de pan duro de los traficantes. Que no lo obligaran con porras a subir a un bote improvisado, que ya se hundía bajo el peso de sus ocupantes aunque el mar estuviera en calma. Que no lo guiara un capitán desorientado por valles de olas negras, achicando agua con un cuenco. Que el motor y el combustible no explotaran, que nadie ardiera de repente en llamas y saltara al mar para apagarse, solo para desaparecer tragado por el agua y la noche. Que no fuera de los que se desplomaban de frío y hambre y ya no despertaban, que no iban a ver nunca la costa que se perfilaba tras dos días y noches interminables, que no se lanzara al agua de pura euforia donde aún era demasiado profunda, que no se ahogara justo antes de llegar a la orilla. Que la Guardia Civil lo recogiera, le diera mantas, agua, comida. Que no lo devolvieran, sino que lo llevaran de las islas Canarias a la península, para que al menos no todo hubiera sido en vano, para que no tuviera que hacer el viaje una vez más.

En algún momento en la fábrica hubo un pequeño incendio. Nadie murió, pero las autoridades aprovecharon el pretexto para desalojarla. Ahora tiene la entrada tapiada. En los balcones de enfrente ondean las banderas de la independencia catalana. Desde hace meses no se habla de otra cosa aquí.

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