Un día lejos de la isla
Encerraron a los perros en el garaje. La chica les dejó un cuenco con comida y otro con agua y el hombre cerró la puerta con llave.
El sol naciente empezaba a teñir de rojo el cielo sobre la colina. Los almendros, retorcidos sobre la tierra pedregosa, se recortaban contra la luz. Cerraron la puerta de la casa y subieron al coche. Cuando se alejaban, la chica se giró, pero la palmera del patio tapaba el garaje. La casa era rosada, salvo el anexo encalado que antes había sido una cancha de squash y ahora servía de cuadra de caballos. Habían cerrado la verja hacia el prado con un candado. Al atardecer, el anciano de la casa arriba en la colina vendría a darles de comer.
Viajaban con el sol a la espalda. El hombre conducía con los ojos entrecerrados por el camino rural flanqueao por muros de piedra y almendros. Al llegar a una rotonda, levantaba el pie del acelerador y encendía un cigarrillo. Las circunvalaciones de los pueblos estaban desiertas.
En el aeropuerto dejaron la furgoneta en el aparcamiento.
—Recuérdame que meta el resguardo del parking en el bolsillo de la chaqueta —dijo él. La chica asintió.
—O mejor llévalo tú —añadió él, dándole otra calada al cigarro.
Facturaron y se sentaron en la barra. La chica propuso pasar primero el control de seguridad, pero él ya había pedido un whisky.
—Eso de que te registren y te pasen por rayos me pone nervioso —dijo.
—Pero si nunca bebes por la mañana.
—Hazme el favor y ocúpate de lo tuyo.
Ella miró el panel de salidas.
—Perdona —dijo él.
La chica se volvió y le dio un beso en la mejilla.
—¿Podemos pedir café con leche y tostadas? —preguntó—. Me muero de hambre.
En el avión, se quedó dormida apoyada en su brazo antes de que alcanzaran la altura de crucero. Cuando sirvieron el desayuno, él pidió otro whisky. Ella dormía profundamente, con esa expresión de inocencia que enternece. De vez en cuando, él le apartaba un mechón de la frente.
En Madrid salieron a un calor seco de otoño y buscaron el coche de alquiler. Tardaron en encontrarlo. Las letras no siguen ningún orden, dijo él con un gesto de fastidio hacia los techos de chapa ondulada sobre los coches. Pero enseguida se le pasó, se sentaron en el coche y ella le ayudó entre risas a orientarse por las afueras de Madrid con el mapa.
Condujeron bastante rato. Primero pasaron urbanizaciones de ladrillo rojo. Más allá, de repente, empezaba el campo. Colinas, mesetas cubiertas de matorral oscuro. Tras Toledo, el paisaje se volvió plano, la carretera la cruzaba recta como una aguja. Durante kilómetros no se veía una sola casa en el horizonte. Encinas solitarias proyectaban su sombra sobre prados secos, luego sobre pastos más verdes. Aparecieron toros negros en la hierba.
—Qué vida —dijo el hombre—. Cinco años en el paraíso y, con suerte, alguna vaca de vez en cuando.
La chica se quitó migas de galletas del vaquero.
—¿De aquí viene León?
—Claro. El mastín leonés protege a las ovejas de los lobos en las montañas. No hay perros más valientes.
—Nuestro pequeño león de patas suaves no podría luchar con un lobo.
—Dale dos meses. Ya ves que ni quiere dormir dentro. Son perros que necesitan aullar a la luna.
El cartel del pueblo apenas se veía. Después de algunas granjas, llegaron las casas con entramado de madera y el hotel. El joven de recepción anotó sus datos con esmero y los acompañó al ascensor, estrecho, con espejo. La chica hizo una mueca. Él sonrió y se miró con la frente fruncida.
La habitación tenía cortinas verdes y dos camas estrechas. La chica se dejó caer en una.
—¿Y si las juntamos? —propuso.
Él miró la mesita de noche entre ambas camas.
—Está atornillada —dijo—. Te vendrá bien.
Ella saltó a la otra cama, donde él ya se sentaba sacando el paquete de tabaco del bolsillo. Le tomó la cara entre las manos —áspera por el afeitado y las canas olvidadas— y lo besó en los labios. Él le devolvió el beso y le rodeó la nuca con una mano. Sintió sus vértebras bajo los dedos y pensó en lo frágil que es la vida.
Más tarde ella estaba en el baño y él fumaba y miraba a través de la ventana, donde las nubes empezaban a cargarse de lluvia. Lejos quedaba el amanecer despejado sobre la isla.
Cuando salió del baño se había empolvado y repasado la línea de los ojos de una manera que le conmovió. Qué hermosura, pensó. Ella hizo una mueca, como hacía siempre que lo sorprendía mirándola así. Salieron juntos. El agente inmobiliario los esperaba abajo. Él lo saludó con una mano en el hombro. La chica le dio la mano y caminó detrás de ellos calle abajo.
Las calles ya no estaban tan desiertas porque la hora de la siesta había pasado, pero la luz era pálida, desvaída, y los pocos vecinos que andaban por la acera parecían haber salido sin querer. El hombre y el agente giraron por una calle empinada. Frente a las casas, varias mujeres vestidas de negro estaban sentadas en sus sillas. Comenzaron a caer las primeras gotas. Se detuvieron ante una puerta baja. El agente abrió. El hombre apoyó la mano en la espalda de la chica y la hizo pasar. Las mujeres los seguían con la mirada.
Los techos eran bajos, la pintura se caía en algunas paredes. En los rincones se notaban manchas de humedad. Los muebles de madera oscura olían a moho. En los estantes de la cocina quedaban tazas de porcelana y vasos cubiertos de polvo. Sobre la mesa, un hule con flores azules y amarillas. Detrás de los profundos sillones del salón, una puerta daba al exterior. Era una parcela alargada, con manzanos y cerezos. Llovía con más fuerza ahora. Caminaron sobre la hierba mojada hasta la huerta junto al muro. El agente señaló la parte trasera de la casa: una pared sucia, una ventana, el tejado de pizarra.
El hombre miró a la chica con aire ilusionado. Ella desvió la vista hacia las copas verdes de los árboles y hacia la hierba espesa, e intentó imaginarlo todo. El hombre seguía hablando con el agente, quien aseguraba que los herederos tenían prisa por vender y que seguramente bajarían el precio. Ella los esperó en la puerta para entrar. Cuando ellos llegaron a la casa, ella caminó rápidamente delante de ellos a través del salón, pasando por la cocina sin ventanas hasta el recibidor donde casi sentías como su estuvieras golpeando el techo. Se giró y vio cómo él se agachaba por instinto. Aun así, fumaba contento y preguntaba cosas al agente, se lo ganaba como sabía hacerlo.
—¿No quieres mirarla de nuevo? —preguntó él.
Ella lo miró interrogativamente.
—No es tanto pedir —dijo él, con ese tono que ella conocía. Dio una vuelta más por la casa, pero él se había vuelto hacia el agente inmobiliario y no la había seguido.
Las mujeres de negro seguían en las sillas, bajo los aleros. El hormigón sobre el que estaban colocadas las sillas resaltaba brillantemente con el asfalto mojado. En la calle principal se despidieron del agente y el hombre le pidió una recomendación de restaurante para cenar. Sin pasar por la habitación condujeron por un pequeño bosque hasta el pueblo vecino. Era un destino turístico. Los fines de semana la gente venía a ver las casas de entramado de madera con sus gruesas vigas negras y las rocas que se alzaban tras ellas, y a comprar queso y jamón. El restaurante tenía vidrios emplomados, cojines de cuadros. Servía salchichas, embutidos y macarrones. No era fin de semana y aún era pronto para cenar, por lo que casi estaban solos en el comedor, a excepción de una pareja mayor que comía jamón y brindaba con cava.
—Bueno, ¿qué te parece? —preguntó él bebiendo su vino tinto.
—¿Qué se supone que tiene que parecerme? —dijo ella—. ¿Qué vas a hacer con esa casa?
—Vivir allí.
—¿Hablas en serio? ¿Ahí?
Él bebió un gran trago
—¿Y cómo vas a vivir ahí? —siguió ella—. ¿Cómo vamos a vivir nosotros ahí?
Él miró a través de las ventanas emplomadas la calle estrecha con los rótulos del restaurante. Ella encendió un cigarrillo y bebió un sorbo de vino.
—Pensé que era solo una excursión —dijo—. Si lo hubiera sabido…
—¿Qué? ¿Qué habrías hecho? —la interrumpió—. ¿Qué puedes saber tú?
La camarera colocó delante de él un plato de lomo de cerdo que él se puso a comer con ansia. La chica continuó fumando sin tocar su tortilla.
—Al menos come algo —dijo él—. Al menos eso.
Esa noche durmieron en camas separadas. Él había encendido el televisor, que estaba montado bajo el techo. De vez en cuando ella lo miraba alzando la mirada de su libro, pero él miraba la televisión con las manos cruzadas sobre el pecho. Afuera llovía en la oscuridad. En el camino de vuelta al pueblo las nubes se habían tragado la luz del día. En el bosque los abetos se confundían unos con otros. Él no había pronunciado una palabra desde que salieron del restaurante.
—No peleemos por tonterías —dijo ella.
Él seguía mirando al frente.
—¿Quién está peleando?
En algún momento ella se quedó dormida con las estúpidas voces de la televisión y, cuando se despertó en mitad de la noche todavía estaban hablando y él estaba dormido. Apagó el televisor, corrió la cortina para evitar la luz de una farola y se acostó de nuevo.
A la mañana siguiente tampoco le habló durante el desayuno en la pequeña sala al lado de la recepción donde les sirvieron tostadas y rosquillas de pueblo que mojaron en el café , y no habló camino al coche y se sentaron en silencio uno al lado del otro durante más de una hora. Él fumaba conduciendo, el humo de sus cigarillos se escapaba por la rendija de la ventanilla. Ella miraba el paisaje de vacas y robles y planicies, pensando en la frase que ella no hubiera debido decir y en lo injusto que era él.
En una estación de servicio que encontraron a lo largo del camino rural él paró y se bajó sin mirarla. Ella se quedó un momento más en el coche. Hubiera querido llorar, pero las lágrimas no servían de nada. Así que finalmente entró también en la cafetería y se sentó frente a él, en una esquina del comedor vacío.
—¿Qué quieres? —preguntó él. Ella miró su café negro y sintió una sensación amarga en la boca
—Agua —dijo ella. ¿Por qué haces esto?
—¿Esto qué? —preguntó él con una pequeña sonrisa.
—Todo esto. Tanto tiempo perdido.
—Ningún tiempo contigo es perdido. Me gusta verte cuando estás enfadada.
—No me has mirado ni una vez.
—Sí te miré. No te diste cuenta.
—Eres un sinvergüenza. —repitió una frase que resonó en su interior, y de inmediato recordó que la había escuchado de una de sus antiguas. ¡Qué joven, sinvergüenza!, le había susurrado mientras ella y su marido cenaban en un restaurante de la isla. Él mismo se lo había contado después, y a la chica le había sorprendido y enorgullecido. Había encontrado a su antigua amante encantadora, como podía serlo una madre de familia, pero había algo raro en sentirse observada por ella.
Cuando el avión aterrizó en la isla, el asfalto relumbraba bajo el sol de la tarde. El coche en el aparcamiento estaba abrasado por el calor. Con las ventanillas abiertas tomaron el camino hacia el interior de la isla. La radio sonaba, ella cantó el estribillo de una canción y ambos se rieron. Él encendió un cigarrillo, ella tomó una calada, tarareando por la ventanilla abierta.
En el camino de entrada los perros salieron a su encuentro ladrando. El mastín leonés de color arena saltó hacia la puerta del coche y luego sobre la chica, que se tambaleó bajo su peso. La perra puso su hocico sobre sus manos. Luego ambos corrieron excitados hacia los dos caballos, que mordisqueaban paja en su cuadras y relinchaban esperando la ración de la tarde.
—¿Cómo salieron del garaje? —preguntó la chica.
El hombre fue hasta la puerta de reja, que tenía un rincón roído en la parte inferior. Alimentaron a los caballos. Los perros se echaron junto a los fardos de heno royendo sus huesos. La chica se estiró hacia el heno más alto para ver si la gallina había puesto un huevo. No había ninguno, y tampoco la gallina estaba por ningún lado.
—Juan, ¿has visto a Ottolina? —le preguntó al hombre.
—Ya aparecerá —dijo él.
Ella fue hacia la casa, entró en el vestíbulo con las estanterías torcidas y abrió las contraventanas a ambos lados de la puerta principal. Frente a ella se extendía la sala de estar en penumbra. Abrió la ventana de la cocina, empujó las contraventanas y miró en busca de la gallina, que solía escarbar en la tierra entre la menta. El hombre pasó detrás de ella hacia el refrigerador y se sentó con una lata de cerveza en la mesa de madera.
—Ottolina siempre está en algún lugar de la casa —dijo ella.
El hombre bebió un sorbo de la lata y la miró. Luego se levantó y atravesó la sala de estar hacia la puerta trasera del garaje. Ella lo siguió. Desde los escalones ya podía ver las plumas, en un rincón entre trastos y sacos de pienso. El hombre la miró. Todo estaba extrañamente limpio, solo una mancha oscura la tierra apisonada. Las plumas como si casualmente se habían caído allí. Todo estaba tranquilo, sin polvo, sin aleteos, sin cacareos. Los perros asomaron sus cabezas jadeantes por la puerta. Nunca habían prestado mucha atención a la gallina, hasta que por accidente fue encerrada con ellos en el garaje.
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